Podemos remontarnos a la antigua Grecia para encontrar los primeros ejemplos de reconocimiento de la creatividad y el trabajo intelectual. En el año 330 a.c, una ley ateniense ordenó que se depositaran en los archivos del la ciudad copias exactas de las obras de los grandes clásicos. Entonces, los libros eran copiados en forma manuscrita, por consiguiente, el costo de las copias era muy alto y su número total muy limitado. Este hecho, sumado a la escasez de personas capacitadas para leer y en condiciones de poder adquirirlas, determinó el nacimiento de un interés jurídico específico que proteger.
La imprenta inventada por Gutenberg a mediados del siglo XV, y el descubrimiento del grabado producen transformaciones radicales en el mundo. Con la imprenta aumenta la producción y reproducción de libros en grandes cantidades y a bajo coste.
La posibilidad de utilizar la obra se independiza de la persona de su autor. Nace entonces la necesidad de regular el derecho de reproducción de las obras, aunque llevaría varios siglos más delimitar los caracteres actuales. Primero apareció bajo la forma de “privilegios”. Estos privilegios eran monopolios de explotación que el poder gubernativo otorgaba a los impresores y libreros, por un tiempo determinado, a condición de haber obtenido la aprobación de la censura y de registrar la obra publicada.
Con la derogación del sistema de los privilegios nació el derecho de autor como lo conocemos en la actualidad, y la moderna legislación sobre la materia. El fin de esa etapa comenzó en Inglaterra y se debió a la influencia del pensamiento de John Locke. Desde finales del siglo XVIII fue tomando fuerza una corriente de opinión favorable a la libertad de imprenta y a los derechos de los autores, un movimiento que defendía los derechos de los autores frente a los impresores y libreros que había obtenido el privilegio de censurar los escritos.
En 1710, a pesar de las fuertes resistencias que opusieron impresores y libreros, llegó a la Cámara de los Comunes un proyecto de ley conocido como el “Estatuto de la Reina Ana”, que acabó con el privilegio Real de 1557 establecido a favor de la Stationers Company, quien ostentaba el monopolio de la publicación de libros en Inglaterra.
En 1763 en España, el Rey Carlos III dispuso, por real ordenanza, que el privilegio exclusivo de imprimir una obra sólo podía otorgarse a su autor y debía negarse a toda comunidad secular o regular.
En Francia, el proceso de reconocimiento de derechos a los autores tuvo su origen en los litigios que, desde principios del siglo XVIII, mantuvieron los impresores y libreros “privilegiados” de París (que defendían la utilidad de renovación de los privilegios a su vencimiento) con los no “privilegiados”. El gobierno de Luis XVI intervino en la cuestión dictando, en agosto de 1777, seis decretos en los que reconoció al autor el derecho a editar y vender sus obras, creándose así dos categorías diferentes de privilegios, los de los editores y los reservados a los autores.
El reconocimiento del derecho individual del autor a la protección de su obra se afianza a finales del siglo XVIII a través de la legislación que se dicta en los Estados Unidos de América y en también en Francia, las dos naciones modernas. Posteriormente a este siglo, muchos países incluyeron en sus Constituciones nacionales los derechos de autor entre los derechos fundamentales del individuo.
Finalmente en el siglo XX el derecho de autor es universalmente reconocido como derecho del individuo, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948.